Agotado

W.A. MOZART Requiem K 626

15,99

Agotado


Referencia: AVSA9880

  • La Capella Reial de Catalunya
  • Le Concert des Nations
  • Jordi Savall

El Requiem de Mozart, a pesar de la forma fragmentaria en que nos ha llegado (y de la conclusión póstuma de Joseph Eybler y, sobre todo, Franz Xaver Süssmayr), sigue siendo hoy una obra totalmente marcada por el genio de su creador. Su concepción es perceptible a lo largo de la arquitectura del conjunto, y ello incluso al margen de la diferencia de carácter o calidad de las partes completadas.


El Requiem de Mozart, a pesar de la forma fragmentaria en que nos ha llegado (y de la conclusión póstuma de Joseph Eybler y, sobre todo, Franz Xaver Süssmayr), sigue siendo hoy una obra totalmente marcada por el genio de su creador. Su concepción es perceptible a lo largo de la arquitectura del conjunto, y ello incluso al margen de la diferencia de carácter o calidad de las partes completadas.
Nos resulta impensable que un músico tan mediocre como Süssmayr –que no había compuesto nunca nada destacado– haya podido acabar el Lacrimosa y escribir solo esos Sanctus, Benedictus y Agnus Dei. No obstante, no sabremos nunca en qué medida dispuso Süssmayr de los bosquejos correspondientes ni si se los oyó tocar al propio Mozart, lo cual le habría permitido memorizarlos en gran parte. Por lo que se refiere a la instrumentación, es necesario reconsiderarla hoy a partir de las aportaciones de Eybles y Süssmayr, intentando encontrar una síntesis –entre esas versiones y el estado original del autógrafo– que permita hacer resurgir con pureza máxima el espíritu mozartiano.

En la interpretación, nos hemos aproximado cuanto ha sido posible a las condiciones de la época. Los solistas y el conjunto vocal (reducido a 20 participantes) cantan en latín con la transparencia y la intensidad necesarias para la pronunciación vigente en la Viena de finales del siglo XVIII. La orquesta de instrumentos de época, con el diapasón a 430, comporta un efectivo de 18 cuerdas, 9 vientos, órgano y timbales (con trombones dotados de las embocaduras estrechas características de la época, así como con auténticos corni di bassetto con 5 llaves más registro grave, siguiendo Theodor Lotz, fabricante y colaborador de Stadler, el clarinetista de Mozart).

Sin embargo, todo esto no serviría de nada sin una concepción de la interpretación que, de principio a fin, debe hacernos revivir todo el caluroso fervor de la fe católica y la esperanza de la misericordia divina. Emotivo lamento fúnebre e instante de gracia, la obra es producto de un sorprendente equilibrio entre la fuerza declamatoria y rítmica del texto y su inserción melódica, entre el vuelo casi infinito de las líneas polifónicas y su anclaje a una fuerza armónica inexorable, entre los detalles de la articulación y los contrastes de la dinámica. Se manifiesta sobre todo a través de esa percepción del movimiento que hace del tiempo el verdadero corazón de la música: soplo o pulsación, arrebato o plegaria, que nos permite acceder mediante la yuxtaposición en un mismo impulso de todas sus fuerzas a uno de los mayores mensajes del genio creador humano sobre el misterio de la muerte.

La muerte, en tanto que reflexión de un creyente acerca del sentido profundo de la vida, resultaba familiar a Mozart desde muy pronto. Así lo atestigua una de sus cartas escritas en 1787, con 31 años, a su padre enfermo: «dado que la muerte, analizada con detenimiento, es el verdadero objetivo de nuestra vida, me he familiarizado tanto desde hace algunos años con esa verdadera y perfecta amiga del hombre que su imagen no sólo no tiene ya nada de aterrador para mí, sino que me resulta tranquilizadora y consoladora. Y doy gracias a Dios por haberme concedido la dicha de procurarme la ocasión […] de aprender a conocerla como la clave de nuestra auténtica felicidad. Nunca me acuesto sin pensar que quizá al día siguiente, por joven que sea, ya no estaré aquí».

Mozart, que normalmente separaba de forma muy sorprendente su arte y su vida personal, habría sentido –según diferentes testimonios de la época– un apego afectivo muy profundo por algunas obras: sabemos que el cuarteto de la muerte de Idomeneo lo hacía llorar; y sabemos también que, con ocasión de un ensayo del Requiem poco antes de su muerte, se deshizo en lágrimas en el momento del Lacrimosa. Todo esto explica quizá la extraordinaria fuerza expresiva de esta obra maestra: una suerte de testamento espiritual admirablemente expuesto acerca de la profunda turbación del ser humano ante el misterio de la muerte.

Mejor que nadie, Mozart ha sabido expresar, a través de ese texto de la liturgia cristiana, todos los estados de ánimo que van desde el miedo al Juicio (Dies irae) hasta la esperanza en la clemencia de Dios (Kyrie), desde la angustia por el sufrimiento inútil (Recordare) hasta la certeza de un más allá lleno de luz (Luceat eis). Lamento fúnebre pero sobre todo plegaria extrema que implora la misericordia divina (“No te alejes en el momento de mi muerte”), deja abierta la esperanza de una vida nueva. Pocas veces una obra musical habrá estado marcada de un modo tan intenso por el genio, la expresión, la fe y el sufrimiento de un ser humano.

JORDI SAVALL
Traducción: Juan Gabriel López Guix

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