MARIN MARAIS Pièces de Viole du Second Livre, 1701

Jordi Savall

17,99


Reference: AV9828

  • Jordi Savall, bajo de viola
  • Pierre Hantaï, clavicémbalo
  • Rolf Lislevand, Xavier Díaz-Latorre, tiorbas & guitarras
  • Philippe Pierlot, bajo de viola

1701. Catorce años han pasado desde la muerte de Lully cuando Marin Marais publica su Segundo Libro de Obras para Viola, en el que incluye Tombeau pour monsieur de Lully.
Analicemos un momento la expresión “pour monsieur…”.
Esta fórmula, en un francés arcaico, no pretende ser un gesto de homenaje, sino que se trata de una dedicatoria a alguien que sigue vivo.
Marin Marais no le erige un monumento funerario sino un espacio destinado a perpetuar eternamente la vida del instrumentista; ya sea porque revive la memoria del Lully famoso que conoció en la orquesta, de la Académie Royale de Musique, ya sea porque su viola canta todo lo que le debe a Sainte Colombe. Podríamos decir que la partitura es como el bulbo de un tulipán que, bajo sus capas protectoras, espera los rayos del sol para abrirse de nuevo. La tumba musical encierra la esencia de lo que ha desaparecido, el intérprete nos la ofrece más allá del silencio de los siglos pasados. Además, aquí, las flores que esperan abrirse de nuevo no encarnan las almas de cualquiera…

Sin embargo, en cuanto se propagó la noticia sobre la muerte de Monsieur de Lully, la noche del 22 de marzo de 1687, todos los músicos del reino preferían que fuera pasto de los gusanos antes que verlo entre los vivos. Para ellos, aquella muerte fue una gran fiesta. Por fin se habían librado del tirano que había diezmado su presencia en todos los teatros del reino, a excepción del suyo, y de algunas salas de provincias (por ejemplo, Marsella), obligadas a comprar el privilegio de la Ópera y a pagar un diezmo muy alto al superintendente de música del rey Luis XIV.
Corrió el vino en las celebraciones por aquella muerte. Incluso Lully se habría divertido, como buen libertino que era, amante del buen vino y de la buena comida. Sin embargo, aquella primavera, ningún músico había olvidado que los había ocultado entre bastidores, para que no pudieran hacer sombra a su Ópera.
Quizás la palabra “eclipsado” sería más apropiada, ya que la carrera de Lully estuvo estrechamente unida al nacimiento y cenit del astro que fue Luis XIV. Este adolescente, hijo de un fabricante de harina florentino, malhumorado y de cuerpo enclenque, gozó del favor de Mazarin y, posteriormente, del de su ahijado, el rey.
Recordemos además que Jean-Baptiste Lully sólo era seis años mayor que Luis Diosdado de Borbón. A esta edad lo más natural es reír; así fue como se forjó una sólida amistad sin la que Lully nunca habría llegado tan lejos; puesto que los ministriles y cofradías de músicos no se lo habrían puesto fácil a este extranjero importado por capricho principesco a un país visceralmente xenófobo. Sin embargo, Lully se tornó indispensable para las diversiones de un rey al que le gustaba tanto la fiesta y la galantería como a su abuelo Enrique IV.
Lully enseñó danza y pantomima a este monarca púber. Lo emocionó con su música y lo ensalzó en las escenas de ballet que creaba para él desde 1654. La relación no fue nada frívola. En todo momento los mantuvo unidos a través de la emoción musical y a través de la complicidad de una creatividad por la que no se reparó en gastos.
Lully, junto con Molière, Benserade y el suntuoso decorador que fue Torelli, fue el alma de esta verdadera edad de oro del Gran Siglo francés que fue la Corte galante (1661-1673) de Luis XIV, la época dorada de las cortesanas en abundancia, de las preciosas favoritas, de las Marie Mancini y de las Louise de la Vallière. En este torbellino de obras barrocas brilla el recuerdo de las semanas de fiesta de los Plaisirs de l’Ile Enchantée y del Grand Divertissement.
Al final de una carrera de empresario oportunista, interpretando este adjetivo en su sentido original, como término de marina aplicado al capitán que conoce el mejor viento para llegar a puerto, Lully legó a sus herederos una fortuna considerable y una fórmula comercial perenne: la Ópera.
Un poco pirata y bastante tirano, el florentino había tenido la genial idea de vender a la ciudad lo que ofrecía a la Corte. Y sabiendo el gusto inmemorial que tenemos por las modas y por los famosos, lo que es a su manera la tragedia lírica francesa, revista del poder que hay que descifrar en cada uno de sus versos ejemplares, se puede observar lo astuto de la fórmula y la fortuna que una persona hábil podía reunir.
Lully y la Ópera eran uno solo y así fue al menos hasta la muerte de Rameau. E incluso sobre su influencia habría que consultar a Gluck y al inconsciente de Wagner, también favorito de un rey, aunque quizá más burgués…

Lully fue odiado hasta su muerte; y, de no haber tenido talento, su legado no hubiese perdurado en el tiempo.
Talento suficiente como para que durante cincuenta años se le profesaran honores y alabanzas. Las sonatas de François Couperin, el clave de Anglebert o la tiorba de Robert de Visée interpretaron sus arias y sus emociones durante mucho tiempo. ¡Y cómo se debió de reír el libertino empedernido de Baptiste al contemplar cómo las proposiciones amorosas extraídas de su Galatea se convertían en la devota chacona Le Monument, encontrada recientemente en una colección religiosa de las Ursulinas de Nueva Orleans!
Hombre de síntesis, dotado de un don innato para la danza, Lully no dejó de escuchar a su época para transformar todo lo que llegaba a sus oídos. De este modo, las danzas de la Corte y las que se oían en algunas provincias francesas se convirtieron en las suites de danzas que Bach recordó con la fortuna que todos conocemos.
Lully adaptó las formas de su época para dar cabida a grandes escenas sinfónicas hasta entonces inauditas. En su molde hábil se fundieron la ciaccona italiana y el ground inglés. Ostinato: con él, este ritmo fundador de la época barroca se transformará en aquellas páginas orquestales majestuosas y danzarinas de quince minutos (¡a fe que era un siglo de afectación musical!) que ponen el broche de oro a cada ópera con su madurez. Por si quedaba alguna duda, Marin Marais recuerda un poco estos éxtasis auditivos en las Folies d’Espagne y la Sonnerie de Sainte Geneviève du Mont, ambas poseídas por la misma furia obsesiva.
Lully fue ante todo un hombre de orquesta. Fundó el primer grupo en Europa que contó con una formación estable y numerosa, frente a los grupos inestables y más pequeños que proliferaban. Su volumen sonoro, denso y poderoso estaba integrado por veinticuatro violines, otros tantos oboes, flautas y metal, sin olvidar la percusión y un poderoso continuo de varios claves, tiorbas y otras guitarras. ¡Vaya diferencia, si lo comparamos con la instrumentación de las óperas de Cavalli o Monteverdi! Sólo cuarenta años separan los primeros triunfos de la tragedia lírica francesa…

A esta orquesta, destinada a servir de ejemplo para toda Europa gracias a la exportación política y estética del modelo de Versalles, se une el joven Marais a finales de la década de 1670. Este hijo de zapatero acababa de cumplir veinte años cuando lo reclamó la inaccesible formación de los músicos de la Corte. Se relacionó con las familias de músicos más importantes del momento: Louis, Colin, Jean, Jeannot y Nicolas Hotteterre, todos ellos flautistas famosos; sin olvidar los orlos (oboes) de la dinastía Philidor. En la Ópera conoció a otros nombres destinados a ser famosos: los Monteclair, Desmarets, Gervais, Rebel… todos ellos trabajaron antes o después con Lully e interpretaron óperas siempre a la manera del señor de la casa. No se puede derrumbar así como así la estatua de semejante comendador…

En 1701, Marin Marais tiene cuarenta y cinco años. ¿Qué queda de Lully? Una tumba, ahora casi olvidada, en Notre-Dame des Victoires(1) en la que Lully el libertino yace de espaldas al altar; rencores y demasiadas leyendas, la mayoría ingratas, difíciles de verificar y de fuentes inciertas; y, además, demasiado de ese gélido mármol con el que el Gran Siglo francés siempre petrificaba a sus personajes ilustres.
Luego, este Tombeau que Marais erige es tan fascinante que parece casi un testigo directo del superintendente. Marin, que fue director, viola y maestro repetidor en la Ópera bajo su mandato, lo conoció día a día en su furia, excesos y genialidad. La música de Marais nos habla admirablemente de su difunto maestro. ¿No resulta una coincidencia que esta tumba culmine la agridulce suite en si menor, tonalidad “extraña, sombría y melancólica”, como afirma Mattheson? El brillante Lully también fue petrificado con estos claroscuros, necesarios para entender obras como ésta.
Escuchad cómo la viola abre esta página fúnebre. Desde los primeros compases oímos la voz de una heroína de Lully. He aquí a Andrómeda desahogándose con Merope, a Armida vencida por la mirada de Reinaldo, a Galatea la ninfa, loca de amor y loca por su cuerpo, amenazada por el cíclope enamorado… Todas se unen para volver a interpretar este amplio acto declamatorio tan típico del recitativo lullysta, constituido por amplios intervalos, bajadas llenas de dolor, decrescendos ambiguos y sensuales ritornellos…
De repente, en el bajo central de la viola que está a punto de desaparecer, surge la nota abismal de un bordón. ¿No se parece esta pulsación arrogante a la pompa fúnebre de Alceste y de sus tambores ocultos? Escuchad: sobran las palabras superfluas para expresar pena o dolor. Marais nos restituye esta joya oculta que hace reconocible el sello armónico de Lully por encima de todos los demás. La interpretación de la viola es un homenaje al teatro del superintendente, un arte del cual se beneficiará Marin Marais, como así lo demuestra su admirable Alcyone.

Nada que ver con lo que sucede en Tombeau pour monsieur de Sainte Colombe. Si bien Lully fue el maestro de lo terrenal para Marais, el austero Sainte Colombe fue su maestro espiritual.
En esta obra, el genio caprichoso es quien lleva al extremo el espíritu sensible, exacerbado y doloroso. Nos muestra la imagen de un músico atormentado, como el famoso André Maugars, el ciclotímico viola de Richelieu, ejemplo para los músicos del Gran Siglo francés, ejemplo para el trágico Sainte Colombe, consumido poco a poco por las penas que todos conocemos.
Las lágrimas derramadas desde el corazón son a menudo las más mortíferas y Marais lo sabe perfectamente. Su interpretación se aleja del teatro mundano para vivir en la escena íntima. La recrea, da fe de alguien desaparecido que parece siempre tan presente en su recuerdo como el robo de ese fuego secreto que tanto había pedido a Sainte Colombe.
¡Ah, esa séptima cuerda de la viola, esa súplica vehemente de un alumno demasiado joven a un maestro demasiado estricto ¿Quién no vería en estas fisuras que precipitan el sufrimiento y arrancan al terrible dolor su máscara de decoro la herida todavía abierta de un error, de una traición? Mientras al principio la viola sonríe un poco, tranquila, con el dulce canto de un tenor ligero, luego baritonea y acaba por romperse en arpegios fragmentados…

Sin embargo, alrededor de la tumba del maestro, el paisaje se espesa y se enturbia. Pronto la viola de gamba dejará de existir. Los primeros años del siglo XVIII marcan su declive. Su fabricación secreta y sus constructores artesanos desaparecen, como una memoria que sólo perdurará en un puñado de iniciados ya entrados en años.
El peso de este siglo que fue excesivo recae ahora sobre el instrumento favorito de cámara y de alcoba del que nacieron muchos poemas y coqueteos. Pronto sucumbirá a las embestidas del violín, ese bufón importado de Italia, como Lully. Se acaba la delicadeza reservada a la viola, confidente de penas, su canto prescribe, su lirismo interior cae en el olvido. No podrá sobrevivir a la nueva moda, brillante, externa y –por qué no– exterminadora.
Y sin embargo, esta voz humana, muerta por estar demasiado sola en el umbral del siglo más sociable que ha existido, nos habla de nuevo. Desde hace treinta años ha vuelto a conquistar nuestras cámaras y alcobas. ¿Será porque se parece a nosotros, seres del siglo XXI, más barrocos que nunca, que vivimos al mismo tiempo lo claro y lo oscuro, lo terrenal y lo espiritual, lo común y lo diverso? Fractura, exaltación, fracaso, éxtasis: he aquí una humanidad atravesada por destellos que constituyen la textura íntima de la música de Marin Marais. Cada golpe de arco que acaricia una cuerda, recuerdo de los maestros difuntos, aporta un poco más de vida a nuestras naturalezas contradictorias.

VINCENT BOREL*
*Autor de Baptiste, la novela sobre la vida de Lully. Editado por Sabine Wespieser.

(1) Notre Dame des Victoires, Place des Petits Pères, 75002, París

Traducción: Traduit.com

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