MAESTROS DEL SIGLO DE ORO
Hespèrion XXI, Jordi Savall, La Capella Reial de Catalunya
Alia Vox Heritage
21,99€
Referència: AVSA9867
- La Capella Reial de Catalunya
- Hespèrion XX
- Jordi Savall
La liturgia de difuntos –que incluye, concretamente, la misa de réquiem, el oficio del sepelio y el oficio de los muertos– recibió en España, desde una época muy temprana, una considerable importancia por parte de las autoridades eclesiásticas y los compositores de las iglesias locales. A lo largo de toda la Edad Media, según se desprende de las descripciones documentales de que disponemos, la muerte de un gran señor, como por ejemplo el Conde de Barcelona o el soberano de alguno de los reinos de León, Castilla, Aragón o Navarra, era llorada por medio de impresionantes ceremonias en las que la solemnidad de la liturgia se veía a menudo subrayada por el añadido de el planctus, un largo lamento opcional que se cantaba en monofonía, y del que nos han llegado varios ejemplos.
Cuando a finales del siglo XV, y siguiendo los ejemplos de Dufay y Ockeghem, empezó a usarse la polifonía para las misas de réquiem, los músicos españoles fueron de los primeros en adoptar esta práctica de un modo sistemático; y así, casi todos los grandes compositores ibéricos del siglo XVI, desde Pedro de Escobar y Juan García de Basurto, nos han dejado por lo menos una versión polifónica de la Missa pro defunctis. Sobre esta cuestión tendría una influencia directa la atmósfera de profundo misticismo que dominó gran parte de la cultura española durante esta época como resultado de la confusión espiritual y la crisis de valores en las que se vio sumida Europa tras la aparición de la Reforma. En realidad, el contenido excepcionalmente dramático de los textos de réquiem parecía abarcar todos los temas que polarizaban los grandes miedos y las grandes dudas del hombre del siglo XVI: el paso rápido del tiempo, la naturaleza transitoria de la vida terrena, los misterios opuestos de la mortalidad y la eternidad, los sentimientos de culpa de un alma frente a Dios, el rigor del juicio final, la súplica humana de clemencia divina.
La Missa pro defunctis a cinco voces de Cristóbal de Morales se publicó en 1544 como parte de su Christophori Moralis Hispalensis Missarum liber secundus, imprimido en Roma por Valerio y Ludovico Dorico. En 1552 Jacques Moderne volvió a imprimir el volumen en Lyon, y existen por lo menos tres copias manuscritas de la misa: en Madrid (Biblioteca de los Duques de Medinaceli), Múnich (Bayerische Staatsbibliothek) y Toledo (Archivos de la Catedral). No conocemos la fecha exacta de composición de esta pieza, aunque lo mas probable es que fuera escrita durante la estancia de Morales en Roma como cantante en la capilla papal, puesto que obtuvo el 1 de septiembre de 1535 y que dejó el 1 de mayo de 1545. Según ha propuesto el musicólogo italiano Clementi Terni, Morales pudo haber escrito el réquiem para las solemnes exequias de la esposa de Carlos V, Isabel de Portugal, celebradas el 28 de mayo de 1539 en la basílica de San Pedro, ya que él mismo cantó en esa ceremonia junto con el resto del coro papal; sin embargo no parece haber ninguna prueba documental que respalde esta hipótesis. El coro también cantó en la inauguración oficial del Juicio final, en la Capilla Sixtina, el 31 de octubre de 1540; y, si dejamos de lado la propuesta de Terni, resulta tentador pensar que el impacto de las poderosas imágenes de Miguel Ángel en la mente creativa del compositor pudo tener alguna influencia sobre la atmosfera expresiva de su Missa pro defunctis.
El réquiem de Morales sigue el modelo estructural que era habitual para el género en esa época: Introitus (Requiem æternam, con el verso Te decet), Kyrie, Gradual (Requiem æternam, con el verso In memoria æterna), Secuencia (no se trata del Dies iræ completo, del que los compositores del XVI no acostumbraban a hacer la versión polifónica completa, sino sólo del ultimo verso, Pie Jesu Domine), Ofertorio (Domine Jesu Christe, Rex Gloriae, con el verso Hostias et preces), Sanctus (con el Benedictum), Agnus Dei y Communio (Lux aeterna, con el verso Requiem æternam). Está escrito principalmente para soprano, altos I y II, tenor y bajo, aunque el verso del Gradual, In memoria æterna, está escrito para tres voces, (A II, T, B), y el del Ofertorio, Hostias et preces, es para cuatro voces (S II, A, T, B).
Cada sección empieza con su entonación gregoriana y, a continuación, una de las voces (generalmente, la soprano) retoma la melodía del canto original y la mantiene con valores largos durante todo el movimiento, mientras las otras voces entretejen por debajo una red de contrapuntos. La textura es principalmente imitativa, a menudo basada en motivos melódicos sacados del canto, pero el movimiento rítmico es grave y tranquilo, a pesar de una cierta predilección por el uso de ritmos cruzados entre las distintas voces que provoca cierta ambigüedad métrica. La línea del bajo rara vez participa en la imitación, procediendo sobre todo en cuartas y quintas, con una clara función armónica. Junto con el uso ocasional de la escritura homofónica, todo ello crea un fuerte efecto acordal, aún cuando el texto aparece tratado en su mayor parte de manera melismática y, por lo tanto, sólo algunas secciones tienen un estilo claramente declamatorio. Hay poco uso –si es que hay alguno– del figuralismo; más bien, Morales prefiere a todas luces crear en cada movimiento un clima emocional general que nunca rompe con efectos puramente madrigalísticos. Su armonía revela una predilección por las terceras y las sextas menores, un procedimiento que anticipa las recomendaciones del teórico italiano de finales del siglo XVI Gioseffo Zarlino para establecer una atmosfera musical melancólica y el mismo efecto es conseguido mediante un uso moderado pero muy eficaz de las suspensiones y otras disonancias. En términos generales, el réquiem es una de dimensiones verdaderamente espléndidas y, sin embargo, de naturaleza austera, serena e introspectiva, como si Morales hubiera querido abordar el tema de la muerte con el mayor recogimiento y la mayor reverencia posibles, lejos de cualquier demostración de ingenio y virtuosismo mundanos y con una emoción sincera.
Morales escribió dos composiciones más relacionadas con la liturgia de difuntos: una segunda Missa pro defunctis, para cuatro voces, y una serie de versiones polifónicas de temas pertenecientes al Officium defunctorum. Según parece, compuso el réquiem para cuatro voces tras su regreso a España, mientras oficiaba como maestro de capilla en la corte del duque de Arcos en Marchena, entre mayo de 1548 y, al menos, febrero de 1551, antes de aceptar un puesto similar en la catedral de Málaga. El teórico y compositor Juan Bermudo menciona, en su Declaración de instrumentos musicales (Osuna, 1555), que esta obra estaba dedicada al conde de Urueña e incluso reproduce en ese mismo tratado un fragmento de la partitura. Partiendo de ciertas similitudes existentes con el fragmento que cita Bermudo, se ha propuesto que un réquiem anónimo copiado en un manuscrito perteneciente a una iglesia de Valladolid podría corresponder a la versión para cuatro voces de Morales, pero esta identificación sigue siendo problemática.
En cuanto al Officium defunctorum, sobrevive en un libro de coro propiedad de los archivos de música de la catedral de Puebla, en México. Pudo haber sido compuesto aproximadamente en la misma época que el réquiem para cuatro voces, pero no existe ninguna referencia específica que apoye esta hipótesis en la documentación existente sobre los últimos años de la vida de Morales. Lo que sí sabemos es que se cantó en Ciudad de México algunos años después de la muerte del compositor, durante los funerales solemnes que se celebraron en esa ciudad por la muerte del emperador Carlos V en noviembre de 1559. Francisco Cervantes de Salazar, en su Túmulo imperial (Ciudad de México, 1560), nos ofrece un relato pintoresco y detallado de las ceremonias, con una descripción especialmente exhaustiva de todos los elementos musicales.
Dado que el palacio del virrey y la catedral de Ciudad de México estaban demasiado cerca como para permitir una larga procesión entre los dos edificios, las celebraciones tuvieron lugar en la iglesia de San José y en un patio situado entre ésta y el monasterio franciscano colindante, donde se erigió un gran monumento en memoria del difunto emperador. Dos mil indios abrieron la procesión, encabezados por los gobernadores indígenas de las cuatro provincias de México y por más de doscientos caciques, ataviados todos ellos con las vestimentas del duelo según el mas estricto protocolo. Detrás, en una procesión que duró dos horas, desfilaron el clero, encabezado por el arzobispo Alonso de Monchúfar, la administración colonial y la nobleza, con el virrey don Luis de Velasco, y una competa representación de todos los estamentos de la sociedad colonial.
La ceremonia en la iglesia fue dirigida por el maestro de capilla de la catedral de Ciudad de México Lázaro del Álamo, que había dividido a sus músicos en dos coros para que pudieran alternarse o combinarse para formar un gran conjunto. En los libros de coro de Puebla no se conservan todas las piezas que se cantaron en esa ocasión, y no fueron todas de Morales ni todas polifónicas; por ejemplo, el motete de Morales para cinco voces Circumdederunt me gemitus mortis, que se interpretó justo antes del Invitatorio de rigor (Regem cui omnia vivunt), existe en un manuscrito en la catedral de Toledo, pero no se encuentra en ningún archivo mexicano. El propio Lázaro del Álamo era autor de algunas de las versiones de los salmos que se interpretaron, en las que la primera mitad de cada verso se cantaba por un solista y la segunda era cantada en polifonía por un coro de niños. En otras ocasiones, un pequeño coro polifónico de ocho solistas se alternaba con un coro mayor. Alguna de las versiones de Morales, como la del salmo Exultemus, ya no existen. Por otra parte, los libros de coro de Puebla contienen tres motetes fúnebres de Morales para cuatro voces, (Hodie si vocem eius, Quoniam Deus magnus, y Quoniam ipsius est mare), pero la descripción de Cervantes de Salazar no menciona que se cantaran en esa ocasión. Por consiguiente, esta grabación sólo incluye las piezas polifónicas de Morales existentes, que sabemos con certeza que fueron interpretadas en matines durante las ceremonias que hemos descrito.
Se trata pues de las siguientes piezas: el mencionado motete para cinco voces Cirdumdederunt me, el Invitatorio (Regem cui omnia vivunt, con el Salmo 94, Venite, exultemus Domino), las tres Lecciones del primer Nocturno (I-Parce mihi, Domine; II-Tædet animam meam; III-Manus tuæ fecerunt me), y el tercer Responso del segundo Nocturno (Ne recorderis). El Invitatorio, con su constante alternancia con los versículos del Salmo 94 estableciendo una suerte de refrán, resulta particularmente apropiado para experimentar con una gran variedad de posibilidades interpretativas en lo referente a la distribución vocal e instrumental, ya que sabemos que en las catedrales peninsulares y latinoamericanas la polifonía sacra rara vez –por no decir nunca– se interpretaba a capella, sino que contaba con un importante acompañamiento de instrumentos armónicos, de cuerda y de viento.
Las tres Lecciones –y, en particular, la primera, «cuya belleza subyugó a todos» en las ceremonias de Ciudad de México, en palabras de Cervantes de Salazar– consisten en austeras armonizaciones a cuatro voces de los tonos recitativos gregorianos que se usaban para este género, con la línea cantada por la soprano. Exceptuando algunos cambios armónicos inesperados, el impacto emocional de estas piezas reside básicamente en la declamación rítmica del texto, en el que las estructuras métricas en constante cambio aceleran o disminuyen el recitativo, generando así, junto con el juego de sonidos y silencios, fuertes efectos dramáticos (como la manera en la que la palabra peccavi –he pecado– del Parce mihi es articulada muy lentamente y queda enmarcada por compases de pausa general). Por último, en el Responso Ne recorderis, todas las secciones se basan en la alternancia permanente de pasajes homofónicos sobrios y cortos, y de melodías cantadas. De nuevo, tanto en el Officium defunctorum como en la Missa pro defunctis, (y quizás en el caso de esta última, de un modo más impresionante todavía), Cristóbal de Morales nos dejó en sus composiciones para la liturgia de difuntos una meditación sobre los misterios de la Vida y la Muerte severa y contenida, pero de una densidad y una profundidad impresionantes, y con ello aportó a la música sacra europea y a la cultura española del siglo XVI dos obras maestras imperecederas.
RUI VIEIRA NERY
Traducción: Viviana Narotzky
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