MARE NOSTRUM. Orient-Occident : Dialogues
Hespèrion XXI, Jordi Savall, Montserrat Figueras
28,11€
Refèrencia: AVSA9888
- Montserrat Figueras, Lior Emaleh
- Hespèrion XXI
- Jordi Savall
La idea esencial de nuestros libros-CD y especialmente de éste, dedicado a la civilización mediterránea, es la búsqueda de los elementos capaces de establecer vínculos entre la música y la historia. O, mejor aun, de revivir y comprender los momentos importantes de nuestra memoria histórica gracias a la emoción y la belleza de la música, y gracias a la luz aportada por las reflexiones y los comentarios de nuestros historiadores, filósofos, escritores y poetas.
La idea esencial de nuestros libros-CD y especialmente de éste, dedicado a la civilización mediterránea, es la búsqueda de los elementos capaces de establecer vínculos entre la música y la historia. O, mejor aun, de revivir y comprender los momentos importantes de nuestra memoria histórica gracias a la emoción y la belleza de la música, y gracias a la luz aportada por las reflexiones y los comentarios de nuestros historiadores, filósofos, escritores y poetas.
Nuestra elección musical para ilustrar esta diversidad se ha concretado a partir de dos fuentes principales: las tradiciones orales sefardíes, bereberes, griegas, árabes, hebraicas, andaluzas y catalanas; y los repertorios manuscritos de la Edad Media, del Trecento, de Kantemiroglu y compositores como el gran maestro griego Angeli o el sultán otomano Selim III, además de los taksims (improvisaciones) que preceden a los makams otomanos, así como las improvisaciones desarrolladas a partir de temas populares como los romances o melodías sefardíes y la maravillosa melodía catalana El cant dels aucells. Esta canción, presentada primero en versión instrumental con instrumentos antiguos, es ofrecida después en una versión contemporánea sobre un poema de Manuel Forcano, en un diálogo entre la voz de Ferran Savall y el qanun, el ud, el kaval, el contrabajo y la percusión.
Las civilizaciones y los pueblos de «Nuestro Mar» se forjaron a partir de dos grandes ríos independientes pero siempre comunicantes: las invasiones y las migraciones; y los desarrollos de las tres principales religiones. Por eso, como tan bien constata Maurice Aymard, la historia del Mediterráneo es sobre todo la historia de múltiples migraciones, invasiones, expansiones y diásporas; esa historia se ha visto moldeada tanto por la llegada de pueblos nuevos como por las sucesivas expansiones: griega, fenicia, romana, árabe, cristiana, otomana. La gran mayoría de los pueblos que habitan hoy en el Mediterráneo llegaron de fuera y ello en una fecha lo bastante reciente, desde el segundo milenio antes de nuestra era hasta la Edad Media, como para permitirnos fechar con cierta precisión su llegada.
Sin embargo, el Mediterráneo es también la historia de la mitología, la filosofía, las antiguas creencias, el pensamiento espiritual y los conflictos muy estrechamente ligados a las tres principales religiones monoteístas: el judaísmo, el cristianismo y el islam. Como describe Roger Arnaldez: «Sea cual sea el origen de las religiones, el politeísmo parece corresponderse bien con la experiencia práctica de los hombres enfrentados con una naturaleza hostil, un terreno en el que luchan entre sí potencias opuestas, los vientos y las aguas, los fuegos del cielo y la tierra, arrastrando en sus furiosos embates los destinos y los trabajos de los hombres. Las guerras incesantes entre los pueblos no dejaban de ser una imagen de esa discordia constante». Los filósofos, por su parte, intentaron reducir los caos. Para Heráclito, «Polemos (la guerra) es el padre de todo, el rey de todo» y busca fervorosamente los principios de la concordia en lo que llama «el Logos». Sin embargo, «sólo al divergir se converge consigo mismo: acople de tensiones como en el arco y la lira»; y añade «de las cosas discordantes surge la más bella armonía» y «todo sucede según discordia». No cabe duda de que la evolución del pensamiento griego hacia la concepción de un Dios único se vio retardada durante mucho tiempo por los particularismos religiosos de las polis. Fue con el imperio de Alejandro cuando nació cierto cosmopolitismo cuya influencia fue innegable en la afirmación de la idea monoteísta en el contexto griego.
El Dios único fue revelado a los hebreos, pero se trata de un Dios celoso que quiere ser el único en recibir el culto de los hombres. Es un monoteísmo muy exclusivo, que exige a su pueblo el completo abandono de los «ídolos» e incluso el alejamiento de todos los pueblos idólatras. A diferencia de lo que ocurrió en el caso de los griegos, en quienes la evolución fue más una aventura del pensamiento que una peripecia histórica, los hijos de Israel llegaron a concebir su Dios mediante una lucha real contra unos pueblos extranjeros que los rodeaban y amenazaban su existencia y su libertad nacional, pero también su fidelidad a Dios: el Rey de las Naciones, rey de Israel fundamentalmente, que había hecho con su pueblo una alianza en la Ley. En los últimos siglos de la Antigüedad y los primeros de la era cristiana, los judíos se establecieron por los contornos del Mediterráneo y, sobre todo, en Alejandría y Roma, donde constituyeron una primera diáspora. Como explica Roger Arnaldez, es sobre todo la presencia de la población judía en Alejandría y el hecho de que ésta estuviera helenizada lo que permitió la obra magistral de Filón, quien quiso acercar al espíritu helenístico, alimentado de platonismo y estoicismo pero también curioso ante las religiones mistéricas orientales, la idea profunda del pensamiento mosaico y el sentido simbólico de la Ley.
Cuando nació Jesús de Nazaret, el judaísmo atravesaba unas crisis sociales y políticas, y se hallada sacudido por diversas concepciones religiosas. En su seno se oponían fariseos, saduceos y zelotes; y también estaba los esenios, a los que conocemos mejor gracias a los manuscritos del mar Muerto, y los terapeutas, que quizá estaban vinculados a ellos y de los que Filón habló en su De vita contemplativa. El Dios único predicado por Cristo es, en efecto, el de Abraham, Isaac y Jacob. Sin embargo, ya no es exclusivo de aquellos con quien Él hizo su alianza. Se eleva por encima de los conflictos humanos: «Dios es amor», tal es la inmensa y novedosa revelación que anuncia Juan en su primera carta (4:8). No obstante, Juan utiliza la palabra aguapé para eliminar toda referencia a las teogonías y cosmogonías basadas en imágenes sexuales, revela el misterio de la vida íntima de ese Dios vivo que anunciaban los profetas y enseña que el hombre está llamado a participar en esa vida por el amor: «amémonos, pues, los unos a los otros. El que ama es hijo de Dios y conoce a Dios» (4:7). Nacido en el judaísmo, el cristianismo vivió primero en un medio judeocristiano. Sin embargo, san Pablo yendo más lejos que Filón de Alejandría, comprendió que su fe sólo podía ser recibida por los gentiles si cortaba con la Ley mosaica: «Pues sostenemos que el hombre queda justificado por la fe, independientemente de las obras de la ley. ¿O es Dios sólo de los judíos? ¿No lo es también de los gentiles? Sí, también de los gentiles, ya que hay un único Dios» (Romanos 4:28-30).
El cristianismo se impuso políticamente con el emperador Constantino. Se comprende, pues, que el pueblo del Antiguo Testamento –a menudo despreciado y maltratado por los romanos, y más aun por los triunfales cristianos–, privado de su Templo en Jerusalén, privado de profetas, se replegara bajo la guía de sus doctores en torno a la salvaguarda de lo único que le quedaba: su Libro. Lo transcribieron, fijaron, estudiaron palabra a palabra a lo largo de toda su vida, porque era su razón de ser y existir. Se desarrolló, así, en perfecto aislamiento una inmensa literatura que se apoyaba en la Mishná, los Talmudes de Jerusalén y Babilonia, la Halajá y la Hagadá, y que produjo el surgimiento de la Cábala y la mística judía.
Mientras tanto, los cristianos siguieron sendas muy diferentes. También estudiaron los libros sagrados, pero se habían convertido en portadores de la civilización grecorromana. Una vez se convirtió en la oficial del Imperio, la religión cristiana se vio enfrentada a un gran peligro: el gusto por la riqueza y los fastos, el gusto del poder. Sin embargo, paralelamente se conservó y desarrolló un espíritu de pobreza, de sencillez y humildad con el monaquismo en Occidente, con san Benito y su regla: vida de obediencia, oración, penitencia y trabajo.
La última conmoción experimentada en el espacio mediterráneo medieval fue la rápida conquista de ciudades y territorios por parte de los «jinetes de Alá». Es de nuevo Roger Arnaldez quien nos recuerda que esos jinetes llegados de los desiertos de Arabia no eran invasores corrientes, ávidos sin más de conquistas y botín (aunque los hombres no se hayan librado nunca de todas las codicias): llevaban consigo una nueva fe, predicada por el profeta Mahoma y que se presentaba como el recordatorio de la fe de Abraham, el padre de los creyentes, el amigo de Dios. Era necesario restaurarla, porque los judíos y los cristianos la habían falseado, disimulando o alterando las verdades contenidas en la Torá y el Evangelio auténticos revelados a los profetas Moisés y Jesús. El monoteísmo absoluto se encuentra afirmado en el Corán, palabra eterna e increada de Dios, del modo más brutal y tajante. «Predica, en el nombre de tu Señor, el que te ha creado» (96:1). El hombre no debe interrogarlo sobre sus acciones ni sus mandamientos, porque es mas bien Él quien interroga al hombre (21:23). De sus servidores se exige estricta obediencia y sumisión a su voluntad. La palabra islam significa precisamente esa sumisión, y el islam se presenta como la restauración de una verdad única que debe unir a todos los creyentes. «Di : «¡Oh, gente del Libro! ¡Venid a una palabra común a nosotros y a vosotros!, que no adoramos sino a Dios y no le asociamos nada, que no utilizamos, ni unos ni otros, señores fuera de Dios»» (3:57/64). No cabe duda de que por la sencillez de su dogma el islam puede presentarse como la fe que debería ser común a los tres monoteísmos: un solo Dios, una sola fe, una sola comunidad; pero la fe, según un célebre hadiz consiste en creer en Dios, en los ángeles, los Libros, los Enviados, el Último Día y en lo que está predeterminado en bien y en mal.
Podría parecer que todos los monoteísmos deberían coincidir en torno a semejante credo, pero en tanto que religiones positivas reveladas, no pueden llegar a entenderse. Los Libros, los Enviados no son los mismos o no se comprenden del mismo modo.
No obstante, hay un terreno en el que se manifiestan algunas convergencias. En las tres religiones la idea de un Dios único plantea problemas comunes a todos, y ha habido literalistas y fundamentalistas. Aunque la filosofía griega termina por imponer en todas partes marcos conceptuales; y la lógica de Aristóteles, métodos de razonamiento. En Bagdad, en la Casa de la Sabiduría, la Bayt al Hikma fundada por el califa Mamun, se concentró el legado filosófico y científico de Alejandría. Allí se congregaron sabios judíos, cristianos y musulmanes para traducir las obras griegas.
En el plano humano, el rostro actual del Mediterráneo es, ante todo, obra de tres grandes conjuntos de movimientos migratorios, escalonados a lo largo de más de tres milenios. El primero y el más prolongado, del año 2000 antes de nuestra era hasta el final de las invasiones bárbaras, puebla las penínsulas y las costas del norte; hititas, griegos, itálicos y celtas de este a oeste y, después del fracaso de Roma en su intento de contenerlos, francos, lombardos y eslavos. Todo ello al precio de sacudidas brutales, de inmensos estragos generadores de largas regresiones: la destrucción, en el siglo XII antes de nuestra era, de los reinos aqueos de Micenas y Argos por una segunda oleada de invasores griegos, los dorios, inaugura una Edad Media comparable a la que sigue al colapso de Roma ante el empuje bárbaro.
Los otros dos movimientos migratorios son, siempre según Maurice Aymard, obra de dos grupos, más restringidos en número, de grandes nómadas: los árabes y los turcos. Los primeros llegan a partir del siglo VII procedentes de sus desiertos tropicales de Oriente Próximo, arrollan la débil resistencia de Bizancio e imponen en dos siglos desde Bagdad hasta Gibraltar su novísima fe y su lengua; se expanden incluso hacia el norte, ocupan España y Sicilia, y asuelan las costas de Italia y Francia. Los segundos, procedentes de las frías estepas del Asia central, se instalan en Anatolia a partir del siglo XI: tres siglos más tarde, el Estado de los Osmanlíes consigue establecerse sólidamente en los Balcanes para luego apoderarse de Constantinopla y someter hasta Argel a todo el islam mediterráneo. Estambul consigue la paradoja de convertirse en época de Solimán el Magnífico en la primera ciudad turca, pero también en la primera ciudad griega, armenia, judía… Ningún rastro, es cierto, de conversión forzosa: los «infieles» tienen en todas partes su lugar, confirmado por un impuesto especial. A partir de ese momento, la cesura fundamental no opone el norte y el sur, sino Oriente y Occidente.
Durante todos esos siglos antiguos, las migraciones configuraron la historia y la unidad del Mediterráneo: hoy amenazan con deshacerla. Contra esa amenaza se alza hoy la misma revuelta, la misma búsqueda apasionada de identidades en peligro de ser destruidas por la nivelación lingüística, política y económica.
Dispersándose por todo el perímetro del Mediterráneo, Atenas y Jerusalén fundaron con el concurso de sus culturas filosóficas y religiosas la civilización del mundo occidental. Nos sumamos a la esperanza de Roger Arnaldez, cuando nos dice: «Debemos esperar la reanudación de tales contactos entre pensadores de los tres monoteísmos mediterráneos en condiciones que podrían ser hoy más favorables aun que en el pasado». Nuestras culturas y nuestras civilizaciones saldrían muy beneficiadas de la aparición de un verdadero diálogo intercultural entre Oriente y Occidente; un verdadero diálogo que permitiría, si consiguen encontrar el camino para ello, si no la unidad al menos un redescubrimiento de los ideales comunes que las animan y de los valores compartidos que les proporcionan fuerza y originalidad. Unos ideales y unos valores cuya patria original fue este antiguo MARE NOSTRUM que es nuestra cuenca mediterránea.
Dejemos, pues, hablar la historia para comprender mejor el sentido de nuestros orígenes y nuestras tragedias, de nuestros conflictos y nuestras esperanzas, y dejemos sonar la música, para que nos haga sentir, gracias al diálogo de las voces y los instrumentos, hasta qué punto la infinita riqueza de nuestra diversidad musical «mediterránea» puede ser una fuente inagotable de emociones y belleza, de diálogos y descubrimientos. Creemos, como Amin Maalouf, que «para devolver algunas señales de esperanza a nuestra humanidad desorientada, hay que ir mucho más allá de un diálogo de culturas y de creencias, hacia un diálogo de almas. Tal es, en estos inicios del siglo XXI, la misión irremplazable del arte».
JORDI SAVALL
Nueva York, 10-15 de octubre del 2011
Traducción: Juan Gabriel López Guix
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