GUERRE & PAIX (1614-1714)
Hespèrion XXI, Jordi Savall, La Capella Reial de Catalunya, Le Concert des Nations
31,36€
Referencia: AVSA9908
- Jordi Savall
- la Capella Reial de Catalunya
- Le Concert des Nations
- Hespèrion XXI
Con este nuevo libro-CD, «Guerra y Paz en la Europa del Barroco», evocaremos a través de la música el gran siglo anterior al final de la guerra de Sucesión española en 1714. Se trata de un rico fresco musical y un intenso recordatorio histórico de un período muy corto –pero al mismo tiempo muy representativo– de la historia de Europa y sus conflictos. Desde el ataque de los otomanos contra los húngaros en 1613, la matanza de los judíos en Frankfurt en 1614 y los inicios de la guerra de los Treinta Años hasta el tratado de paz de Utrecht y la caída de Barcelona, constatamos la magnitud de esa tragedia constante de la civilización europea: el uso habitual de la «cultura de la guerra» como principal medio para resolver las diferencias culturales, religiosas, políticas o territoriales. La presentación de la larga y triste sucesión de enfrentamientos, guerras, invasiones, ataques, matanzas, saqueos y combates entre pueblos y etnias a lo largo de la historia de la humanidad (y, en este caso, en Europa) nos muestra que es necesario y muy urgente conseguir nuevos mecanismos relacionales con el fin de reconciliar las diferencias en un mundo fecundo en el ámbito de la acción, la palabra y el pensamiento.
Un siglo en guerra, 1614-1714
«el dar muerte a la guerra con la palabra
y el alcanzar y conseguir la paz con la paz,
y no con la guerra, es mayor gloria que la dada
a los hombres con la espada»
Agustín (354-430)
Carta a Darío, 229, 2
Con este nuevo libro-CD, «Guerra y Paz en la Europa del Barroco», evocaremos a través de la música el gran siglo anterior al final de la guerra de Sucesión española en 1714. Se trata de un rico fresco musical y un intenso recordatorio histórico de un período muy corto –pero al mismo tiempo muy representativo– de la historia de Europa y sus conflictos. Desde el ataque de los otomanos contra los húngaros en 1613, la matanza de los judíos en Frankfurt en 1614 y los inicios de la guerra de los Treinta Años hasta el tratado de paz de Utrecht y la caída de Barcelona, constatamos la magnitud de esa tragedia constante de la civilización europea: el uso habitual de la «cultura de la guerra» como principal medio para resolver las diferencias culturales, religiosas, políticas o territoriales. La presentación de la larga y triste sucesión de enfrentamientos, guerras, invasiones, ataques, matanzas, saqueos y combates entre pueblos y etnias a lo largo de la historia de la humanidad (y, en este caso, en Europa) nos muestra que es necesario y muy urgente conseguir nuevos mecanismos relacionales con el fin de reconciliar las diferencias en un mundo fecundo en el ámbito de la acción, la palabra y el pensamiento.
Un siglo en guerra, 1614-1714
Ese siglo XVII comienza con numerosos intentos de invasión, incesantes escaramuzas y repetidos ataques de los otomanos, que invaden y devastan Hungría en diversas ocasiones, y también con el estallido de la guerra de los de Treinta Años. Ésta surgió por múltiples causas y, por su duración y violencia, supuso una pesada carga sobre la economía y la demografía de la Europa central y España. Los diferentes conflictos agrupados bajo el nombre de «guerra de los Treinta Años» desgarraron Europa entre 1618 y 1648, y enfrentaron a los Habsburgo de España y el Sacro Imperio Romano Germánico con las potencias europeas vecinas, de mayoría protestante, y a veces también con Francia, a pesar de ser éste un país católico. Con sus diferentes episodios (los perpetuos conflictos en los Países Bajos; la paz de Praga de 1635 que, si bien no concluyó la guerra, operó un cambio en los beligerantes; la guerra contra España, donde los frentes de batalla cambiaban geográficamente del norte al sur; la guerra del Imperio otomano contra Venecia; la guerra civil de Inglaterra, nación que también interviene en la escena internacional en el seno de esa guerra tan larga como compleja; la paz de los Pirineos; la conquista de Creta por los otomanos; los tratados de Nimega y Rijswijck, y la guerra de los otomanos contra Rusia), nos damos cuenta de que la paz no es un bien separado, sino que siempre forma parte inevitablemente de la guerra. Nuestra selección de músicas concluirá con las que celebran el tratado de paz de Utrecht, que en 1713 puso fin en parte a la gran guerra de Sucesión española. Ese gran conflicto que enfrentó a las principales potencias europeas entre 1701 y 1714 fue la última gran guerra de Luis XIV, quien tenía como objetivo la sucesión del trono de España y, con ello, el dominio continental; una guerra de sucesión a la corona española que terminó el 11 septiembre 1714 con la capitulación de Barcelona, y que afectó muy profunda y duraderamente a la organización y las relaciones entre las naciones europeas y en especial la catalana y la española. La paz de Utrecht, que puso punto final al conflicto, fue uno de los tratados de paz más importantes de la Europa moderna, ya que dibujó un nuevo mapa geopolítico que marcó las relaciones internacionales durante todo el siglo XVIIII y no se modificaría hasta comienzos del siglo XIX con las campañas napoleónicas y luego con un nuevo ajuste internacional de similar importancia surgido del tratado de Viena.
Música, emoción y memoria
En contrapunto a esos diferentes momentos históricos, hemos elegido interpretar las obras más representativas de autores contemporáneos, conocidos o anónimos: Samuel Scheidt, Ambrosio Cotes, Lope de Vega, Johann Hermann Schein, Guillaume Dumanoir, Philidor, Johann Rosenmüller, John Jenkins, Jean-Baptiste Lully, Dimitrie Cantemir, Francesco Cavalli, Joan Cererols, John Blow, Joan Cabanilles, Marc-Antoine Charpentier, Antonio Caldara, Vasili Titov, Heinrich Ignaz Franz von Biber, Georg Friedrich Haendel, así como anónimos judíos (en arameo), otomanos, catalanes, españoles y franceses. La música, una de las más altas expresiones artísticas del «sentir» de la humanidad, ha acompañado de modo constante a los hombres tanto en tiempos de guerra como en tiempos de paz. Ha servido a veces para fomentar la guerra y también para firmar la paz. Se ha encontrado en primera línea de batalla, así como junto a las mesas de negociación o en torno a las mesas donde se firmaron los tratados de paz cuando los antiguos enemigos decidieron por fin entenderse. Si bien ha estimulado el belicismo, también ha sabido alimentar la amistad, la armonía y el respeto mutuo. Una de las características fundamentales de toda civilización es su capacidad para recordar, ya que sin memoria no es posible construir un futuro mejor. La música es el arte de la memoria por excelencia, y la más espiritual de todas las artes (sólo existe en el momento en que resuena una voz o un instrumento); en tanto que tal, es el primer lenguaje del ser humano.
«Sin los sentidos no hay memoria, y sin memoria no hay pensamiento», afirmó Voltaire. Sin el poder de la música para estremecernos con su emoción y su belleza, no nos resultaría posible convertirnos en plenamente humanos; como escribió Goethe: «Quien no ama la música no merece el título de hombre; quien sólo la ama no es más que un hombre medias; quien la cultiva es un hombre cabal»). Según Goethe, el son musical posee un acceso directo al alma humana. En ella encuentra de inmediato una resonancia «porque el hombre lleva en sí la música».
Se trata de un gran siglo que vio nacer a creadores, científicos, exploradores y pensadores extraordinarios, pero que igualmente conoció numerosos conflictos donde se entremezclaron luchas religiosas y ambiciones territoriales en la Europa cristiana. Ese siglo fue también testigo de la expansión del mundo musulmán hacia el oeste y desembocó en una nueva relación de fuerzas en la cual los Estados soberanos se impusieron a los elementos feudales residuales, favoreciendo la consolidación de monarquías absolutas como la de Luis XIV. La emoción de la música, asociada a los hechos históricos, nos permitirá de reflexionar de otro modo y se convertirá en un medio muy poderoso para lograr comprender mejor el origen y la persistencia de la violencia inherente a toda guerra, así como las dificultades para alcanzar una paz duradera y justa entre vencedores y vencidos, y entre pueblos de diferentes culturas y religiones.
Ejércitos reales contra ejércitos nacionales
No hay que olvidar que, la mayor parte del tiempo, esas guerras son resultado de conflictos de poder que enfrentan a los ejércitos reales de uno o varios países contra el pueblo de la nación o el país invadido, o que en ocasiones enfrentan a los ejércitos entre ellos con la complicidad más o menos forzosa o voluntaria de los autóctonos. En ese siglo XVII, los ejércitos están normalmente constituidos por soldados profesionales: aristócratas, los mandos; mercenarios, el resto de la tropa. Escuchemos lo que decía Erasmo de Rotterdam ya en 1500 en su advertencia a los príncipes de la época: «Y ahora haced un ejercicio de introspección, príncipes, y reflexionad: si alguna vez habéis visto las ciudades arruinadas, los pueblos reducidos a cenizas, las iglesias incendiadas, los campos devastados, y, si ese espectáculo os parece tan desolador como lo es realmente, decíos que ése es el fruto de la guerra. Si consideráis penosa esa necesidad de introducir en vuestro reino la multitud inmensa y maldita de los soldados mercenarios, de alimentarlos con la ruina de vuestros súbditos, de intentar complacerlos y adularlos incluso, más aun, de confiar vuestra persona y vuestra seguridad a su mero capricho, decíos también, oh, príncipes, que esa desgracia es el fruto de la guerra. La guerra es el flagelo de los Estados, la tumba de la justicia. Las leyes enmudecen en medio de las armas».
El cambio grande y terrible se hará sistemático tras la Revolución francesa y, más precisamente, a partir de Napoleón con el alistamiento obligatorio de los jóvenes procedentes de todas las familias campesinas o urbanas. Los conflictos se convertirán entonces en verdaderas guerras entre naciones: la nación francesa contra la nación rusa, la nación alemana contra la nación francesa, etcétera. Las diferencias de clase entre la aristocracia y el pueblo se manifestarán en una concepción elitista de la distribución de tareas y responsabilidades; y el resultado serán las terribles carnicerías de soldados rasos de la primera guerra mundial o de la segunda, más horrible y más universal aun, con millones de muertos (entre 65 y 75), muchos de los cuales civiles.
La cultura de la guerra
La guerra acompaña la vida de los hombres y las mujeres de este mundo desde hace más de 5.000 años y todavía hoy, a principios del siglo XXI, la cultura de la guerra es más fuerte y activa que nunca. Cada vez más numerosos por todo el planeta, los conflictos armados son la causa cotidiana de miles de víctimas, a menudo inocentes. Dada la existencia de más de 35 millones de desplazados en el mundo, nunca en la historia de la humanidad habíamos llegado a niveles tan dramáticos de refugiados y personas que no pueden regresar a sus países de origen.
Las guerras, como la esclavitud, son formas de violencia institucionalizada; no son naturales ni normales, se originan en el ámbito cultural. Como recuerda Raimon Panikkar en su obra Paz y desarme cultural (1993): «El primer ejército permanente, como organismo especializado en la violencia, nace en Babilonia en el momento en que la sociedad pasa del matriarcado al patriarcado». Jan C. Smuts ha escrito: «Cuando contemplo la historia soy pesimista (…) pero cuando contemplo la prehistoria soy optimista». En efecto, la prehistoria no conocía las guerras, por más que también existiera entonces la violencia más o menos tribal.
La civilización basada en el poder comenzó hacia 3000 antes de nuestra era, en el momento en que la invención de la escritura permitió al poder organizarse y establecer un control preciso sobre la sociedad, lo cual favoreció el auge de la esclavitud para cubrir las necesidades de mano de obra barata y soldados. A partir de ahí, aumentó progresivamente el número de las guerras y sus víctimas.
Sin embargo, no olvidemos que «durante más del 95% de su existencia, el hombre fue cazador y no guerrero. La transformación urbana que acompañó la revolución neolítica se caracterizó por el paso de una civilización matriarcal a una civilización patriarcal».
Paz y desarme
También la búsqueda de la paz acompaña la vida de los hombres y las mujeres de este mundo desde hace más de 5.000 años, pero hoy todavía sigue pareciendo en el plano mundial una utopía inalcanzable. Con todo, el arte de la vida humana consiste justamente en desafiar lo que parece imposible. Dicho esto, y como tan bien subraya Raimon Panikkar: «La aproximación a la paz mediante una única cultura no ha superado el arquetipo de la pax romana […] Esa pretendida paz nos es necesaria para imponer nuestra cultura, nuestra economía, nuestra religión o nuestra democracia». En realidad, la paz no es posible sin desarme, pero el desarme exigido no es sólo nuclear, militar o económico. Hace falta también, como propone Panikkar, un auténtico desarme cultural, «un desarme de la cultura dominante, que amenaza con convertirse en una monocultura que puede ahogar todos los demás cultivos y acabar asfixiándose a sí misma». ¿Hay forma de detener la carrera de unos armamentos cada vez más mortíferos y la proliferación mundial de todo tipo de armas cada vez más sofisticadas de destrucción? No podemos olvidar los más de 124 millones de víctimas causadas por las numerosas guerras del siglo XX desde la primera guerra mundial hasta los conflictos más recientes, ni olvidar que más de 800.000 personas mueren cada año debido a la violencia armada ni tampoco que la violencia armada es una de las diez principales causas de muerte en más de cincuenta países.
Reconciliación
También la historia tiene una memoria, y esta memoria nos enseña que «la victoria no conduce nunca a la paz, la paz no es el fruto de la victoria»; así lo demuestran las decenas de miles de documentos estudiados por Jörg Fisch a partir de los cuales escribió su obra Krieg und Frieden im Friedensvertrag (Stuttgart, 1979). Tales documentos ponen de manifiesto la mayor ceguera humana que quepa imaginar, pero también la mayor ingenuidad. En conclusión, la historia nos muestra que la paz no se consigue con un tratado, del mismo modo que el amor no se obtiene por decreto. Hay algo en la naturaleza de la paz, como en la del amor, incapaz de obedecer una orden; en definitiva, «sólo la reconciliación lleva a la paz». Toda paz se compone de tres elementos iguales y esenciales: libertad, armonía y justicia. Sin embargo, como dice Panikkar, «la justicia no debe confundirse con la legalidad […] ¿O debemos recordar la misma Constitución de los Estados Unidos, que excluyó a esclavos y negros?».
Estoy firmemente convencido de que sólo es posible combatir a los principales enemigos del hombre, que son la ignorancia, el odio y el egoísmo, mediante el amor, el saber, la empatía y la comprensión; ¿y no es ésta contribución la función última del arte y el pensamiento? Por esta razón resulta necesario conocer nuestro actual mundo globalizado, ser más conscientes de la complejidad de las situaciones en las que vivimos con el fin de reflexionar con independencia sobre los medios que podrían contribuir a cambiar «la terrible situación de desbarajuste en la que vive una humanidad agotada, que parece haber perdido el contacto con los valores esenciales de la civilización y el humanismo» (Amin Maalouf).
Un mundo en crisis
El desbarajuste del mundo se ha acentuado en estos últimos años debido a una política económica inhumana que ha sacrificado millones de vidas para imponer unos sistemas de explotación totalmente caducos. Por ello sorprende aun más, en esta época de grave crisis económica, el fuerte aumento de los gastos militares mundiales, que han superado la astronómica cifra de 1,7 billones de dólares y que no dejan de alimentar y prolongar los numerosos conflictos armados que causan estragos en Oriente y Occidente, muchos de ellos no resueltos y sin esperanza de resolverse a corto plazo. Por desgracia, esta proliferación de los conflictos de larga duración (en Afganistán, Iraq, Chechenia, Palestina, y en África) y otros más recientes (Siria), junto con las guerras llamadas «irregulares» (guerrillas en América Latina y terrorismos diversos), han generado hasta la fecha miles de víctimas inocentes y más de 35 millones de desplazados en el mundo. Como escribió de modo acusador Erasmo en 1516: «La guerra golpea la mayoría de las veces a quienes nada tienen que ver con ella». Veinte años después de haber permitido la destrucción sistemática de Sarajevo y la matanza de miles de bosnios inocentes, asistimos al martirio del pueblo sirio con la misma indiferencia humana y la total pasividad de los grandes países. El mal absoluto es siempre el que el hombre inflige al hombre, y constituye un hecho universal que concierne a toda la humanidad. Hannah Arendt fue quizá la primera en reconocerlo cuando escribió en 1945 que «el problema del mal será la cuestión fundamental de la vida intelectual en Europa después de la guerra». El arte, la música, la belleza ¿pueden salvar al hombre de ese mal?
En la novela El idiota de Dostoievski, un ateo llamado Hipólito pregunta al príncipe Mishkin: «¿Es cierto, príncipe, que ha asegurado usted en una ocasión que la belleza salvaría el mundo? Señores –exclamó, dirigiéndose a todos–, el príncipe afirma que la belleza salvará al mundo. […] ¿Qué clase de belleza será la que salve al mundo? […] Michkin lo miró con atención, en silencio». El príncipe carece de respuesta, pero nosotros creemos, como Antoni Tàpies, en un arte que sea útil a la sociedad, un arte que por medio de la belleza, la gracia, la emoción y la espiritualidad tenga el poder de transformarnos y convertirnos en más sensibles y solidarios.
Quisiera concluir citando a José Saramago, un gran escritor, un hombre comprometido y un amigo muy querido: «Si a mí me mandaran colocar por orden de precedencia la caridad, la justicia y la bondad, el primer lugar se lo daría a la bondad, el segundo a la justicia y el tercero a la caridad. Porque la bondad, por sí sola, ya dispensa la justicia y la caridad, la justicia justa ya contiene en sí caridad suficiente. La caridad es lo que resta cuando no hay bondad ni justicia. […] Añadiré una pequeña apostilla. Sin embargo, puede convertirse en el resorte personal de cada individuo, el mejor contraveneno del que puede dotarse ese “animal enfermo” que es el hombre».
JORDI SAVALL
Bellaterra, otoño del 2014
Traducción: Juan Gabriel López Guix
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